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Eficiencia económica y reformas fiscales ambientales

Los primeros argumentos a favor de la introducción de impuestos ambientales trataron de demostrar que este tipo de instrumentos tenía beneficios en términos de eficiencia que iban más allá de su impacto sobre el medio ambiente. El razonamiento en defensa de este punto de vista puso el acento en que los ajustes en las formas de producir y consumir que resultarían de la aplicación de impuestos ambientales no sólo provocarían beneficios en materia de preservación de los recursos naturales, sino que tendrían un impacto positivo más amplio sobre la utilización de los recursos a nivel de la economía en su conjunto.

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Lo lógica de esta línea argumental se apoya en conceptos desarrollados por Pigou (1938). Los impuestos deben contribuir a que los agentes privados internalicen los costos sociales  de las externalidades ambientales que provocan sus actividades productivas. La idea es que la ecuación de rentabilidad de las empresas debería reflejar efectivamente el alineamiento entre el costo privado y el costo social de la actividad desarrollada. Al estar corrigiendo una externalidad, las intervenciones tributarias inspiradas en el argumento “pigouviano” influyen sobre los precios, corrigiendo distorsiones que alejan los equilibrios de mercado de criterios de “optimalidad” coherentes con una asignación eficiente de los recursos desde el punto de vista del interés general.

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En cierto sentido podría sostenerse que los impuestos ambientales contribuyen a reducir la dependencia de la recaudación de otros impuestos regresivos, como el IVA, o la disminución de la carga tributaria proveniente de impuestos ineficientes aplicados sobre los salarios y el empleo, por lo que la introducción de impuestos ambientales inspirados en este argumento podría entenderse como una mejora de la eficiencia del sistema impositivo en su globalidad. La aplicación estricta de una lógica “pigouviana” estaría implicando que el costo del impuesto ambiental podría ser nulo, o incluso negativo, si se tiene en cuenta el efecto que tendría la reducción o eliminación de otros impuestos distorsivos.

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Es fácil entender el atractivo de esta argumentación para cualquier responsable político interesado en implementar cambios orientados a lograr un manejo sustentable de los recursos naturales, en la medida en que se podría conjeturar que los impuestos ambientales ofrecen una

alternativa para mitigar las reacciones que suelen producirse ante la creación de nuevas formas tributarias. Si las reformas fiscales fueran diseñadas para asegurar “neutralidad” en términos de la recaudación total, la incorporación de innovaciones tributarias ambientales contribuiría a mejorar los resultados en materia de preservación ambiental y, al mismo tiempo, contribuirían a generar un sistema tributario con menores distorsiones.

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Esta argumentación permitiría mitigar una parte de los problemas de economía política típicos a los que se enfrenta una reforma fiscal. Si una innovación tributaria, además de beneficiar a toda la sociedad, mejora la eficiencia del sistema impositivo, entonces, los únicos que podrían

resistirse a su implementación serían los contribuyentes directamente afectados. Si los beneficios para el conjunto de la sociedad fueran notorios, difícilmente los sectores afectados por los impuestos ambientales podrían imponer sus puntos de vista sobre el resto de la sociedad.

Si bien la intuición detrás de este argumento puede parecer convincente, la realidad económica y política no es tan sencilla y los resultados en materia de mejoras de eficiencia no ocurren de manera mecánica en condiciones de “second best”. En los hechos, los impuestos ambientales interactúan de forma compleja con el conjunto de instrumentos que conforman el sistema impositivo. El costo bruto de un impuesto en términos de eficiencia depende de los impuestos que ya existen tanto en el mercado afectado por el mismo como en otros mercados de la

economía (Goulder, 1994). A su vez, los impuestos ambientales tienen efectos distorsivos sobre los mercados laborales y sobre las pautas de consumo, afectando las decisiones adoptadas por parte de los particulares (Albrecht, 2006). Por su parte, Bovenberg y Mooij (1994) demuestran que en la mayoría de los casos los impuestos ambientales pueden exacerbar las distorsiones preexistentes en los sistemas impositivos, en lugar de disminuirlas.

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No parece para nada evidente, entonces, que la defensa a favor de las reformas fiscales ambientales pueda apoyarse exclusivamente en consideraciones de eficiencia que contribuyan a eliminar o a mitigar los problemas tradicionales de economía política de las reformas fiscales. El argumento de double-dividend no es tan axiomático como podría parecer en primera instancia.

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La pregunta, entonces, debería plantearse en términos de bajo qué condiciones se puede implementar una agenda de cambios viables en la política fiscal en una región como América Latina en la que el uso sustentable de los recursos naturales representa un aspecto clave de la inserción de los países en los mercados internacionales y en la que la persisten elevados niveles de desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza. Para responder dicha pregunta es necesario entender las características específicas de los sistemas políticos e impositivos de la región y analizar la forma en que ellos condicionan al momento de diseñar e implementar políticas fiscales ambientales1

Una discusión sobre el double-dividend aplicado a la política fiscal ambiental puede encontrarse en los trabajos de Goulder (1994), Oates (1995) y Bovenberg (1999).

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